Días atrás llegaron a mis manos unas coplas carmelitanas, de las que toma el título un libro sobre la vida de Santa Maravillas de Jesús, y que se titulan así: Dios es mi Padre.
Transcribo aquí sólo los primeros versos que dicen:
Dios es mi Padre, ¡qué feliz soy!
Soy hijo suyo, hijo de Dios.
Si Dios cuida de mí,
¿qué me puede faltar?
ni un solo instante,
no, me deja de mirar;
mi vida suya es,
cual diestro tejedor,
la va tejiendo Él
con infinito amor.
Hilo por hilo tejiendo va,
si tú le dejas ¡qué bien lo hará!
Cada domingo al profesar nuestra fe lo primero que decimos es: Creo en Dios, Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra…
Como cristianos, y más aún como religiosas contemplativas esta verdad de fe es fundamental, y si cada día que vivimos, lo consideramos desde este punto de vista, ¡qué estremecimiento y a la vez qué gozo inmenso podemos experimentar! Jesús mismo al enseñarnos a rezar quiso resaltar esta verdad de la filiación divina que hemos recibido. Así decimos: Padre Nuestro…
Dios, ante todo es Padre. Es Todopoderoso, pero ese poder lo pone a disposición de su paternidad, y su creación es también obra de su amor de Padre.
Esta verdad tan fundamental, tan profunda, tan inmensa, debería permear nuestros modos de considerar toda nuestra vida… si así lo hacemos, todo cambia de color, no hay días grises ni monótonos, porque cada pequeño detalle, cada cosita que se nos presenta es el fruto de ese amor Tierno de Dios hacia mí, pobre creatura, que a pesar de todas mis limitaciones, soy su hija. Incluso esas pequeñas o grandes cruces que llegan sin más, y que quizás las tengo que abrazar con dolor, tienen una razón de ser en la pedagogía divina.
Nuestra vida así vivida, no puede sino ser un anticipo del cielo. Y esto es lo que da razón de ser a nuestra vocación contemplativa.
Que podamos entregarnos con alegría y sin reservas a este Divino obrar de Dios nuestro Padre para que a través de nosotras, pobres instrumentos realice maravillas en las almas.
Hna. Unidad
